Hoy, en medio de una clase sobre metodología para desarrollar una investigación, ha sido revelado un elemento inherente a la escritura: es un acto doloroso. Teniendo en cuenta que hace mucho no lo hago de la manera juiciosa en que debería, y me he limitado exclusivamente a la música, descuidando el objetivo fuente de este sitio - compartirme un poco con tod@s ustedes -, me someteré al dolor por un rato para justificar esta teoría.
A mi no me sorprendió tal declaración. Sé de viva carne como se siente. Desde muy pequeño, cuando me embarqué en esta noble tarea de intentar fluir por medio de la palabra, he experimentado dolencias de todos los colores y sabores. Me dolió por primera vez en segundo de primaria, cuando escribí un bonito cuento inspirado en mi papá, el cual pasó sin pena ni gloria cuando en una estúpida decisión de niño se lo presté a una compañera, quien lo copió y lo plagió, diciéndole a la profesora que era yo quien lo había copiado. Me dolió cuando tuve que escribir el discurso de despedida de bachillerato, el cual recité con el dolor de no saber a mi mejor amigo del colegio - quien perdió el año sin que ni yo ni nadie pudiera hacer gran cosa - en la ceremonia de grado. Me dolió cuando, en vez de tomar nota en las clases, llenaba mis cuadernos de universitario con escritura existencialista. Me dolió cuando releí esos escritos y me di cuenta, de manera dolorosamente frustrante, que muchos de ellos no pasaron de ser meras confesiones de adolescente confundido. Me dolió cuando pasé horas enteras esbozando palabras en bibliotecas y frente al computador, escribiendo el libro que me serviría para graduarme de publicista. Me dolió cuando trabajé como corrector de estilo en un horario nocturno en un desesperado afán de acabar de una buena vez por todas con el amargo dolor de un mal amor. Me dolió cuando escribí cartas fraternas a una amiga en el extranjero, que me fueron devueltas un buen tiempo después por escribir erradamente la dirección. Me dolió cuando alguien estuvo a punto de romper un poemario que escribí devotamente en su nombre y en nombre del amor que me inspiró y que le profesé. Me dolió cuando he escrito proyectos profesionales desde y con el corazón que otros han terminado apropiándose, y me dolió verlos destrozados en sus manos sin que naciera de mí la más mínima intención de recobrarlos o arreglarlos, pues tristemente habían dejado de ser míos (he tenido la prevención de quedarme con la esencia antes de percibir que seré plagiado, lección valiosa aprendida en ese segundo de primaria). Me ha dolido cuando he escrito en medio de la melancolía. Me ha dolido cuando he escrito en medio de la felicidad, pues cualquier tipo de felicidad que se respete implica el dolor de alguien más: la libertad de una persona empieza donde termina la de otra, bien lo dijo John Stuart Mill. Me ha dolido cuando la he usado para arrancar de tajo demonios pegados en la mente, el corazón y la conciencia Me ha dolido cuando pienso que varias veces ha estado dedicada a algo o a alguien que no ha valido la pena. Me ha dolido cuando he percibido que pudo ser mejor. Me ha dolido cuando he debido retractarme y corregir una, y otra, y otra vez más. Y me ha dolido cuando me he visto obligado a matar sentimientos y emociones con esas correcciones. Me ha dolido cuando he escrito cosas profundas, trascendentes, viscerales y confesionales que otros, en medio de sus confusiones y tormentos, han sentido propias. Me ha dolido cada que me ha llevado a poner en evidencia el cinismo de otros tantos que, quizás para aprender esas lecciones que no aprendí en otras vidas, el destino me ha puesto en el camino. Y ahora mismo, escribiendo en estas lineas, me duele amargamente el repasar todo lo escrito.
Con el corazón apesadumbrado y muchos suspiros atravesados, confirmo cuanto duele la escritura. Y noto, de manera dolorosamente reflexiva, que es de ese dolor donde nace su esencia. Está en ese tajo en medio del pecho que lo hace sentir a uno tan vivo. En ese extraño sentimiento que se despierta al tocar heridas cicatrizadas. En ese punto oscilante entre el placer morboso y la indignación que produce pensar esos miedos resucitados. Y reconozco que, sin duda, es desde ese dolor donde emerge el alma de la escritura. Es un hecho, siempre lo he sabido. Pero en medio de tanto dolor que me ha producido el mundo durante el ultimo año, y en este largo y doloroso proceso de lamer las heridas incesantemente hasta saberlas ya curadas, había pasado por alto que debía usarlo para escribir. O más bien, era tanto el dolor que tenía de sobra que necesité usar recursos diferentes a la escritura para sanarlo. Hoy finalmente puedo exorcizar con la escritura esos últimos malestares que los lametazos no pudieron sanar.
Hay algo que también sé de vieja data: se debe escribir en dosis moderadas, so pena de arriesgarse a terminar agobiado de dolor por años. Así que por ahora terminaré este breve escrito con una dolorosa pero suficiente dosis, a la medida exacta para confirmar algo más: el dolor que produce la escritura es tan adictivo que desde ya empiezo a pensar el tema sobre el cual escribiré la próxima vez. Y desde ya anhelo que ese nuevo dolor aqueje pronto.
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