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miércoles, 21 de agosto de 2019

Crónicas de un adulto oficialmente declarado (o de como regresar a la palabra y no morir en el intento), Pt. 1 y 2

Miércoles, 26 de diciembre de 2018, 2:40 p. m. Empiezo esta bitácora a grandes rasgos: tengo 42 años y medio encima. 2 años, 3 meses y 13 días que no me animaba a escribir algo por acá. Vaya que  estuve tentado a parar en este lugar ciberespecial para desahogarme de muchos tragos amargos que he debido pasarme haciendo mi mejor cara de poker, pero finalmente fueron Facebook y Twitter quienes terminaron convirtiéndose en ese paño de lagrimas necesario. Eso estuvo bien, viéndolo en perspectiva. No quisiera que estos relatos que comparto acá se convirtieran en el valle de lagrimas que solían ser cuando empecé esta aventura, en el 2007. No recuerdo bien la fecha en que decidí, de manera involuntaria, ser blogger. Recuerdo, eso si, que era un novel treintañero lleno de pretensiones, dudas, crisis existencialistas y reflexiones que oscilaban entre lo profundo de la zambullida en picado a la adultez temprana y la ridiculez que uno puede puede permitirse relativamente cuando está en ese peligroso limite entre los 20 y los 30. Hoy, soy otra persona. La misma de hace una década, pero, sin duda, adulta.

Siempre me ufané de ser una persona madura. De niño, me aburría un poco el mundo normal de los niños. No es que no me gustara ser niño, fui uno lo más normal posible, aunque algo absorto en actividades más maduras, como llenar crucigramas, leer los libros de mis hermanos que iban un par de cursos adelante, ver documentales (pasión que sigue latente hasta el día de hoy). Luego, de adolescente, fui tan mal adolescente que no soportaba a los adolescentes. Cosa que me convirtió en un autentico "raro". Esto, en un contexto normal, hubiera sido el escenario perfecto para una adolescencia de pesadilla, llena de bullying, aislamiento y amargura. Menos mal tuve la fortuna de ser adolescente en los gloriosos años 90, donde entre más raro fueras, más apreciados eran tus indices de "genialidad". Para ser más exactos, fui muchas veces, sin siquiera saberlo, la quintaesencia de lo cool en un espacio donde los comportamientos incomprendidos eran vistos como un superpoder, como un prodigio, como una manifestación de genuinidad a la cual todos aspirábamos, antes de que llegaran los 18 y la sociedad nos vendiera la felicidad como la nueva cima de la montaña. Seguía haciendo cosas diferentes a las de los adolescentes, empecé a escribir mis primeros esbozos (de los cuales hoy día existen pocas cosas, la mayoría las boté cuando las leí varios años años después y me dí cuenta de que daban una enorme vergüenza), oía música más allá de la que todo el mundo oía,  trasnochaba viendo programas culturales (porque los transmitían a horas inadecuadas) mientras que los demás trasnochaban haciéndole cacería al soft porn en los canales de la televisión parabólica. Fui un lúcido de los dos ojos en una tierra de ciegos que se emocionaban con mi discurso contracorriente y de tuertos que se dividían entre los que admiraban mi lucidez y los que no soportaban mi visión 20/20. Benditos los 90 y su culto a la autenticidad. 

En la universidad, me convertí en lo que la mercadotecnia encasilló como un "joven adulto", etiqueta con la cual, lo confieso, me sentí no completamente identificado, aunque si bastante equilibrado. Y aún así, a pesar de estar rodeado de otros "jóvenes adultos" con quienes me sentía muy afín, seguía en esa incesante búsqueda de aquello que me hiciera ver "maduro". Seguí escribiendo, seguí buscando más allá, seguí intentando estar un paso adelante. Terminada la universidad, empezó esa loca carrera para llegar a ser un adulto genuino. Buscar trabajo, tener pareja, organizarte, empezar v a amasar tu pequeño imperio, una parte de mi vida llena de aciertos, aunque de más errores. Una etapa irresponsable, enajenada,  

En este punto, usted, querido lector, estará preguntándose por qué esta narración terminó siendo un poco, tal vez demasiado, ese tonto discurso de desahogo que tanto quiero evitar. Es un asunto de forma. Es mirar hacia atrás y darme cuenta que la madurez y la adultez son dos conceptos diferentes, muchas veces mal puestos dentro del mismo saco.
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Miércoles, 21 de agosto de 2019, 3:37 p. m. 43 años y 25 días de edad. Retomo este escrito unos buenos meses después. Ya hasta había olvidado que tenía este borrador en remojo. No han sido meses fáciles, han sido extraños. Me he sentido oscuro como mucho tiempo antes no sucedía. no triste, ni deprimido, sino genuinamente oscuro. He sido muy retrospectivo, disperso, existencial y escéptico. En una época esto solía parecerme una ventaja personal. A una amiga de la universidad le pregunté una vez si le parecía yo una persona demasiado trascendental, a lo que ella respondió que en realidad eramos pocas las personas que realmente estábamos preocupadas y comprometidas con el rumbo del mundo y de la historia. Me creí completo ese halago por mucho tiempo. Después, una serie de sucesos que hacen parte de ese amargo enfrentamiento a la realidad por el cual todos los seres humanos pasamos me hicieron darme cuenta de que solo soy un mortal más y que jugar al mártir no me llevaba a ningún lugar, así que decidí ser más despreocupado, más ligero, menos profundo, menos existencialista, más humano. Decidí vivir ligero, divertirme ligero, pensar más en nombre propio, dejar de pensar en el rumbo de la historia colectiva para centrarme en mi propia historia, dándole un giro abrupto del melodrama intenso que había sido por mucho tiempo y convirtiéndola en una comedia ligera con moralejas optimistas al final de cada anécdota.

Hoy, como ha sido durante los últimos meses, vuelvo a sentir esa extraña trascendencia. En todo. El existencialismo se apodera de mí en muchas formas. Hay gente que afirma a los 40 como la segunda adolescencia, y vaya que es así. Vvaya que me he sentido confundido, frustrado, berrinchoso, con genuinas ganas de ser muy irresponsable y mandar todo al chorizo para simplemente divertirme e ir detrás de mis ideales, particularmente sensible con cualquier cosa que me genere contrariedad, a punto de querer salir corriendo a mi cuarto y azotar la puerta, no sin antes gritarles a todos cuanta repulsión me generan por ser tan idiotas. Pero, por supuesto, recuerdo que eso se vería completamente ridículo en una persona de 43 años y termino consumiéndolo en trozos pequeños y amargos remojados en las dosis de agua que el cuerpo adulto necesita diariamente para no sucumbir, porque bien lo dice el adulto refrán, la procesión se lleva por dentro.

Y retomo lo de hace 6 meses. Adulto y maduro no es lo mismo. Incluso, empiezo a creer que uno nunca es lo suficientemente maduro, a pesar de que durante tu niñez y tu adolescencia muchas personas hayan destacado esa cualidad tuya de ser maduro como una virtud. Y si, fui bastante diferente en comportamiento a los niños y adolescentes de mi época. En síntesis, fui un niño que, en repetidas ocasiones, tuvo más interés en temas adultos que en juegos de niños, y un adolescente tan insufrible que ni siquiera soportaba a los demás adolescentes, por lo cual en repetidas ocasiones tampoco me soportaba a mí mismo, algo que con el tiempo me volvió exageradamente exigente y salvajemente crítico conmigo mismo, cosa que hasta hoy me acompaña. Solía ser una persona impulsiva y explosiva, con los años lo he pulido hasta llegar a una supuesta madurez emocional que me permite reaccionar de manera reflexiva hacia las situaciones, para siempre buscar de ellas un provecho que me ayude a crecer. Hoy, tengo momentos en los cuales me provoca bociferarles a todo y a todos cuantas toneladas de carroña me importaría mandar al pepino todo, luego recuerdo que esa pataleta estaría bien si tuviera 25 años menos, hoy sería un acto arriesgado que terminaría enviándome al sillón de un psicólogo, ese lugar que ya probé, lo detesté y al que prometí nunca volver, ese lugar por el cual ya intenté pasar y que terminó siendo una experiencia de vida mucho más frustrante que mi propio padecer, cuando, en mis veintitantos, me podía dar el lujo de ser existencialista, a veces sin sentido alguno, con el beneplácito o la reprobación de todos, eso si, sin pasar desapercibido, solo porque estaba en mis gloriosos veinte. Requerir atención de un psicólogo en los 20 (y un pedazo de los 30) es algo que le da matiz a tu confusa juventud, incluso algo de estatus, pues hace que el resto del mundo te perciba como una persona que tiene ideas fascinantemente confusas en su cabeza, tantas que necesita de alguien profesional para exteriorizarlas. De los 40 en adelante, requerir de un psicólogo implica una muerte social lenta y dolorosa, un sinónimo para el resto del mundo de que la vida adulta te está quedando grande. Entonces, por un conjunto de razones personales, termino asumiendo que lo mejor es seguir buscando los mejores condimentos para aderezar esa carroña que tengo que comer de manera inevitable para mantenerme a flote en el mundo adulto.

Últimamente siento que soy un adulto inmaduro, en el fondo. No es que la vida adulta me haya agarrado con madurez insuficiente para enfrentarla, más bien siento que en algunas cosas debí madurar biche, y ese tibio tono biche sigue ahí presente, haciendo mella en cosas de mi vida adulta que no debiera. No en forma de inseguridad adolescente, o de dudas existencialistas sobre hacia donde voy, sino más bien en un desencantado lapsus racional que me lleva a preguntarme una y otra vez por qué no sucede nada si, en teoría, en práctica y en esencia, he hecho bien las cosas, y que inevitablemente termina afectando mi espiritualidad. ¿Acaso no he hecho las cosas tan bien como creía? ¿Acaso ni siquiera era necesario pensar si lo estaba haciendo bien? ¿Acaso la solución será mandar todo al carajo, como lo dicen los absurdos sucesos que estamos viviendo en la sociedad de hoy, y cuyo propósito pareciera ser ser más y más ridículos, banales y cínicos cada día? ¿Acaso debería dejarme llevar por el impulso rebelde de convertirme en otro Peter Pan más y salir a vivir los días sin otro propósito más que seguir lo que el día dicte, viviendo sin reglas y sin límites, sin que importe lo que pase? ¿Acaso será mejor, en cambio, con esta pesadumbre que me lleva a pensar una y otra vez que mi vida se convirtió en un loop monótono donde solamente estoy sobreviviendo y no estoy haciendo nada más que respirar y dejar que los días pasen uno tras otro sin novedad sobre mi cabeza?

Hoy día, el pasado 26 de julio me dejo claro que, con 43 años encima, me siento adulto. Pero sigo preguntándome si realmente soy tan maduro como creía serlo hasta hace poco. Porque a veces quisiera tirarlo todo, agarrar una mochila ligera y echar a andar el mundo, como lo hacen esos arrogantes muchachos de veintitantos hoy día. O escaparme del trabajo a disfrutar la tarde de sol, como lo hice varias veces en el colegio. O pasar el día desde muy temprano en la mañana hasta muy caído el atardecer metido en una piscina perdiendo el tiempo con muchos amigos más, como lo hacía en mis vacaciones de niño. Mientras, me pregunto dónde encontraré algo que alimente más que la carroña. Porque en realidad ya me harté de su sabor, incluso con condimentos.

Esta historia continuará.

1 comentario:

Unknown dijo...

Cuánto dieta por tener un par de esos tenis ojalá croidon los volviera a producir 100% colombianos el orgullo el Adidas Nike Kelme los envidiaban eran iguales fastrack los mejore

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