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domingo, 14 de septiembre de 2014

La importancia de llamarse Sergio

Foto: Alba Lucía Reyes

Ya casi es un mes y medio del fallecimiento de Sergio Urrego. Sergio era un muchacho de 16 años, quien se reconocía públicamente en una relación romántica con un compañero de colegio, que por imprudencia adolescente se permitió dejarse tomar una fotografía dándose un beso con su novio, la cual llegó a manos de un profesor y luego de la directora del plantel. Este hecho, tan inocente como suena y que no debió ir más allá de una situación cotidiana de identidad por preferencia sexual, desató una absurda cadena de actos cargados de discriminación, manipulación de conciencias, segregación y persecución que llevó a este joven a tomar la decisión de suicidarse.

Mi intención al retomar la escritura después de mucho tiempo, tomando como punto de partida este suceso -contraria a la de todos los medios que han reseñado esta noticia desde la evidente acción discriminatoria de la situación (se pueden leer mayores detalles aquí)-, no es hacer hincapié en detalles como resaltar responsables, o condenar las acciones de las directivas del colegio, o revisar que tanto se ha avanzado en Colombia en términos de igualdad de derechos y libertad de expresión, cosas que, a un mes largo de los hechos, ya son obvias e incluso redundantes. Pretendo más bien hablar de como me identifico plenamente con esta tortuosa situación, más allá de los hechos tangibles, expresando lo cercana que me resulta en varios niveles.

Conocí a Sergio desde que era un pequeño óvulo en el vientre de Alba, su mamá. Ella y yo fuimos compañeros de universidad, al igual que con Robert, su padre. Recuerdo que su primer disfraz fue de balón de fútbol: aún guardado en el vientre, a pocos meses de nacer, Alba pintó su enorme panza de manchas pecosas, blancas y negras, para un trabajo en una materia. Bastantes meses después, Sergio, ya hecho un niño, adornó los pasillos de la universidad con sus pasos torpes y su risa inocente, acompañado por sus orgullosos padres y rodeado de la alegría de todos nosotros, sus demás compañeros de clase, alegría contagiada por una criatura que, desde esa época, emanaba bastante vitalidad.

Meses después, terminamos materias y tomamos todos esa odiosa distancia que se debe afrontar cuando se empieza a vivir la vida con un título universitario encima. Aún así, me tomo el atrevimiento de hablar por todos los que compartimos esa época con aquel pequeño Sergio al decir que, de cierta forma, todos somos sus madres y padres. A pesar de la distancia, era nuestro bebé, justo como me lo dijo Alba con toda sabiduría el día del velorio.

A ese pequeño bebé lo vine a ver por última vez hace un tiempo, en el matrimonio de otra de nuestras compañeras de carrera. Había crecido de forma considerable, física y mentalmente. Era un adolescente de esos que te sorprenden siendo casi de tu misma altura con solo 14 años. La sorpresa fue aún más grande, al percibir que su intelecto estaba listo para ponerse de tu a tú con el de cualquier adulto que se ufane de intelectual. Sergio era una mente madura en un cuerpo joven. Reconozco que me reflejé un poco en su persona: me hizo transportarme a mi propia adolescencia, en la cual, si bien mi raciocinio no era tan agudo y mi afán por digerir e interpretar literatura no era tan voraz y brillante como el suyo, mi esencia era lo suficientemente inquieta como para no identificarme con gente de mi propia edad, más si con personas mayores.

Tiempo después, recibo la triste noticia. Nuestro pequeño bebé optó por no creer más en este mundo, ni en todo lo que implica empezar a crecer como adulto en él. 

Un mes después de su muerte, Alba y Robert, en un acto de valentía, están dando una lucha social en la cual buscan mostrar al mundo que Sergio solo fue un muchacho que se vio forzado a tomar una desacertada decisión, fruto de una reflexión en la cual su intelectualidad madura chocó con su ímpetu adolescente, para poner fin a un asunto que sintió fuera de sus manos, de su control. Todo lo contrario a la versión del colegio, en la cual, desde su cómodo pedestal jerárquico, manifiesta que Sergio, a pesar de ser uno de los estudiantes más sobresalientes, era políticamente incorrecto dentro de la filosofía en su institución. Todo lo contrario a la versión de los padres de su pareja, quienes, en una de las tantas erradas acciones cometidas en nombre de este absurdo, le incitaron a demandarlo por acoso sexual. Todo lo contrario a todas aquellas personas que no lo conocieron y lo han juzgado de manera superficial luego de su fallecimiento, alegando que solo fue otro 'niño bien', caprichoso y débil, que no aguantó que lo 'sacaran del closet' a empellones, por lo cual tomó una decisión digna de un 'mocoso malcriado'.

Lo de Sergio, por causa de los medios, ha tomado un condicionado tinte de lucha en contra de la discriminación por preferencias sexuales diversas. Para mí, que tuve la oportunidad de conocerlo, que tengo la oportunidad de ser amigo de sus padres, y que sigo viendo en él a ese pequeño y alegre bebé, va mucho más allá. Aquí, en esencia, nos enfrentamos a un hecho del cual, cualquiera de nosotros, puede ser víctima en cualquier momento: la capacidad de resultar políticamente incorrectos, incómodos o impertinentes por querer ser genuinos. En términos retóricos, ser esa luz que todas y todos aquellos opacos no están en capacidad de soportar ver brillar más que la de ellos mismos, o en términos coloquiales, tener el infortunio de ser la piedra en el zapato para alguien que quiere vernos hundidos en el fondo del río, a como dé lugar.

El caso de Sergio sacudió las redes sociales. Hace unos días, en Twitter, los trinos con la etiqueta #YoTambiénFuiSergio fueron el tema del día en Colombia. La pregunta que me hice al ver ese estado fue: ¿yo también fui Sergio? Y si, lo fui. Lo fui hace un par de años, por causa de una jefe y su tirano equipo de trabajo que, con tal de lograr satisfacer sus enfermos afanes de poder a como diera lugar -contexto dentro del cual vine a resultar ser la incomoda piedra en el zapato que no les permitía cumplir sus cometidos-, hicieron de mi vida laboral y profesional un infierno, haciéndose pasar por amigos para luego hincar sus venenosos colmillos, arrebatándome funciones de trabajo propias de mi profesión, bloqueándome posibilidades de evolución intelectual y académica, obligándome a hacer labores para las cuales no tengo ni experiencia ni conocimientos, creando rumores sobre mi 'pobre' desempeño laboral e incluso incitándome a renunciar. Todo esto me llevó a solicitar un cambio de dependencia, al sentirme completamente solo e indefenso frente a una jauría de bestías prestas a destrozarme. Para muchos, mi acto fue un genuino suicidio profesional, al verse socialmente como una forma de retroceso para complacer las injusticias de la jauría. Para mi, fue una manera de afirmar que ya no creía más en nada de eso, que ya no valía la pena seguir ahí. Por fortuna, soy una persona emocionalmente fuerte. Mis motivos para aferrarme a la vida van mucho más allá de la mediocridad y la bajeza que usaron estos personajes para matonearme -así es, hoy día logro reconocer abiertamente que, a todas luces, sus acciones fueron un matoneo-. Sin embargo, si mi filosofía hubiera sido la de Sergio, quizás hubiera terminado creyendo, al igual que él, que entre tanta gente y tanta ideología viciada, seguir como un muerto en vida no tendría sentido. Y quizás hubiera terminado buscando en el suicido esa salida que muchos consideran un capricho de mocoso malcriado.

No tengo ni la mas remota idea de los motivos que tuvo Sergio en su mente para tomar esa decisión. En cambió, si entiendo bien como pudo sentirse durante esos días en que vivió su propio infierno. Nació y creció entre nuestras intelectualidades, entre nuestras reflexiones académicas, por eso me atrevo a decir que pensaba y sentía igual que todos nosotros, sus madres y padres, aunque en un nivel bastante más avanzado. Entiendo lo atroz que debió ser para él ver cómo estas personas que en algún momento le representaron algún nivel de afecto o respeto lo traicionaron, haciéndolo quedar como un bellaco. Entiendo su angustia, su frustración, su decepción. Entiendo sus motivos para no querer estar más expuesto como carroña, presta para que los buitres le devoraran sin compasión. Entiendo su afán de buscar un espacio donde pudiera ser. Algunos lo buscamos aquí, y con suerte y perseverancia lo encontramos, tarde o temprano. Él prefirió buscarlo en otra dimensión.

Mi suicidio profesional terminó bien, por lo menos. Estoy orgulloso y satisfecho de quien soy hoy día. Estoy a puertas de dar un gran paso, graduándome de una maestría. Tengo la certeza y la tranquilidad de haber actuado bien siempre. Sé que el tiempo -gran aliado mío desde que tengo memoria- me dará la razón, y que el destino, con sus giros de búmeran, se encargará de pasar las cuentas de cobro correspondientes. Mi historia terminó bien, a pesar de todo. Sé que la historia de Sergio, también a su pesar, traerá con el tiempo matices felices y justicias cumplidas. Y sé también que, allá afuera, en este mundo, hay muchas personas más que también son Sergio. Gente con grandes corazones, con grandes estrellas y con grandes luces, que solo quieren vivir su vida en pleno. Personas que por querer vivir a plenitud terminan atropelladas por otras más, que desde sus grises vidas marcadas por la arrogancia, por la envidia, por el resentimiento o por la intolerancia al pensamiento diferente, no pueden soportar que otros brillen, y por eso están siempre prestos a perseguirlos, asediarlos o aniquilarlos.

Usted, lector, no lo dude. Estoy casi seguro de que, en algún momento de su vida, en mayor o menor escala, también fue Sergio, o quizás lo está siendo en este instante, o conoce a alguien que lo es. A ese Sergio que usted lleva dentro, le digo esto: su nombre es valioso y único. Nadie tiene derecho a arruinar esa esencia maravillosa, porque es suya y de nadie más. Nadie debe pisotearlo a usted por pensar diferente, actuar diferente o sentir diferente. Nadie puede atropellarlo por ser una persona brillante, exitosa y carismática, en nombre de las envidias y los rencores que esas cualidades despiertan en un sistema lleno de borregos enseñados a marchar deslucidos y lobos camuflados entre el rebaño, prestos a devorar a quienes consideren una amenaza. Nadie puede tomarse la atribución de decirle a los demás que tan bueno o que tan malo es usted, porque eso es algo que solo usted está en capacidad de mostrar. Y, sobre todo, nadie debe vivir su vida, ni tomar sus decisiones: no tome las riendas de su destino por lo que quieran los demás, tómelas por lo que usted es. Póngase su mejor par de zapatos y camine con firmeza, sin miedo de enfrentarse a todos aquellos que quieren apagar su luz. Usted no es cualquier persona, usted es nada más y nada menos que Usted. Sergio lo fue. Alba y Robert lo son. Yo lo soy. El que usted reconoce a su lado lo es. Y usted, también. Como ve, somos bastantes. E importantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que interesante es, que Sergio haya despertado tantas conciencias, que haya generado tantas reflexiones, positivas todas, pertinentes todas para mostrar al mundo y a nosotros mismos que el mundo es cambiante, que somos seres mutantes y que en esa realidad debemos convivir, respetándonos, aceptando la diversidad que, no es otra cosa, que el producto de la evolución. Por encima de las reglas, siempre los sentimientos, las expresiones de los seres en sus interrelaciones. Sólo así podemos avanzar hacia un mundo en el que las sociedades puedan construir un futuro, sin aplastar la individualidad caracterizada por sus propias improntas, por sus particularidades. ¡Por todos los Sergios, pasados presentes y futuros, no cejar en la lucha, es el camino!

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